Por: Cortesía

Samuráis y Geishas: Los guerreros más admirados y las mujeres más seductoras de Japón

El cine y la literatura han construido una identidad no muy fiel a la realidad de samuráis y geishas, marcada por prejuicios culturales.

Crueles y oscuros, sensuales y misteriosas. Samuráis y geishas son dos de las figuras más icónicas de la tradición secular japonesa, la que engloba el mundo de la guerra y el del arte y la cultura. De ellos se creó una fama de soldados de honor, solitarios y nobles; a ellas, inmersas en el karyukai (“el mundo de la flor y el sauce”), se les consideró, sobre todo en Occidente, prostitutas, cuando tener una relación íntima con una de ellas en una reunión era bastante poco probable.

En el cine y literatura, por su parte, ha construido una identidad no muy fiel a la realidad de ambos, marcada por prejuicios culturales que han perpetuado estereotipos y patrones a veces idealizados, y otras, deformados por la cultura.

Honor y rectitud… no siempre respetados

Los samuráis se educaban y formaban en una casta exclusivamente militar siguiendo un riguroso código de honor llamado bushido (“el camino del guerrero”), los modos que los nobles combatientes debían observar en su vida diaria y en su vocación.

Cuando en Japón se instauró el feudalismo, la clase profesional de guerreros adquirió protagonismo: eran conocidos como los samuráis, que significa literalmente guardia o asistente, pero también se adoptó la palabra bushi (“caballeros combatientes”).

Esta clase aristocrática tenía como principal precepto el cumplimiento del deber hacia su daimio o señor, sin miedo a la muerte. Estos guerreros profesionales privados se distinguían de los oficiales de la corte, los oficiales de palacio y los campesinos reclutados.

Otro de los conceptos más contundentes de su código era el de rectitud o justicia:

“La rectitud es el poder total de decidir un determinado curso de conducta de acuerdo con la razón, sin vacilar; morir cuando es correcto morir, golpear cuando es correcto golpear”.

No siempre fueron fieles a sus principios

Por eso, incluso en los últimos tiempos del feudalismo, cuando la larga paz trajo el ocio a la clase guerrera, el calificativo gishi (“hombre de rectitud”) se consideraba superior a cualquier otro concepto. Sin embargo, no siempre tenían daimio al que servir –como los ronin– y, a veces, cambiaban de señor feudal y no seguían el precepto de lealtad.

Los preceptos del bushidō se glorificaron, pero no siempre fueron respetados por los samuráis. El tríptico que sostiene el marco del bushidō es chi, jin, yu (“sabiduría, benevolencia y valor”).

Los civiles amaban el dinero y los soldados temían a la muerte, y eso era lo que en teoría desaprobaba el samurái, pero las circunstancias y la historia hicieron que no siempre pudieran ser fieles a dichos principios.

A algunos samuráis les caracterizó el egoísmo y la violencia: un samurái podía matar a un campesino si este no le mostraba el suficiente respeto y, aunque el lujo se consideraba la mayor amenaza para la virilidad y a la clase guerrera se le exigía la más severa austeridad, algunos samuráis también fueron extorsionadores y se aprovecharon de su estatus social.

Ni tan solitarios ni sólo hombres

La leyenda y el mito han hecho del samurái un héroe solitario, alejado del mundo y de la sociedad. Sin embargo, los samuráis tenían familia y muchos lucharon junto a sus padres y hermanos y tuvieron esposas. Vivían formando clanes de poder y las mujeres también recibían instrucción marcial desde su juventud. En muchas regiones se impuso la costumbre de que, tras el matrimonio, la mujer samurái colgase su naginata –alabarda japonesa de hoja curva– sobre la entrada de la casa familiar para tenerla a mano cuando la necesitara.

Además, la historia de los samuráis también cuenta con personajes femeninos, un reducido grupo de mujeres guerreras que lucharon por la supervivencia y el honor de sus familias, bien porque habían sido instruidas para la batalla o para defender sus castillos cuando sus esposos estaban en campaña.

Tomoe Gozen (1157-1247) es una de estas guerreras samuráis y destacó en la Guerra Gempei de finales del siglo XII. Estas mujeres eran conocidas como onna bugeisha.Hōjō Masako (1156-1225) fue otra mujer que lideró las principales regiones del país y luchó junto al clan Minamoto. En el periodo Sengoku (1467-1568) los señores feudales estaban continuamente guerreando y eso requería que las mujeres del clan pudieran defender sus castillos: fue la época de florecimiento de las onna bugeisha, entrenadas en las artes marciales y en el uso de las armas.

Relaciones homosexuales para mantener la virilidad

Los samuráis tenían relaciones sexuales con mujeres y formaban familias, pero también practicaban el wakashudo o shudo (“camino del hombre joven”), una disciplina que consistía en instruir en las relaciones amorosas y sexuales a hombres jóvenes.

En esta práctica, vigente desde la Edad Media hasta finales del siglo XIX, un hombre maduro iniciaba sexualmente a un joven. El mayor recibía el nombre de nenja y el joven era llamado wakashü. Esta tradición derivó a la clase samurái desde los monasterios budistas.

Se consideraba que, si la iniciación sexual de un joven la realizaba una mujer, el adolescente podía acabar feminizándose y no alcanzar los atributos de la clase guerrera.

Con estas relaciones se establecía un lazo de lealtad y fidelidad entre ambos. El samurái ofrecía protección y trabajo al joven y este debía serle sincero y fiel. La relación duraba hasta la mayoría de edad del muchacho y luego ambos solían mantener una amistad. Con la restauración de la era Meiji y la influencia del cristianismo y la cultura occidental, esta práctica fue sancionada y abandonada.

En la paz, nuevos roles

A pesar del desprecio que los samuráis sentían por las tareas ajenas a su carácter guerrero, un largo tiempo sin guerras en la era del sogunato Tokugawa o periodo Edo, de 1603 a 1868, les obligó a cambiar de vida para sobrevivir y cuestionó su existencia.

Así, tuvieron que adoptar nuevos roles como funcionarios de las organizaciones administrativas del sogunato o de los feudos de cada región. El samurái pasó a velar por la seguridad, a asumir la creación de leyes, la restauración de carreteras y puentes, el control de las inundaciones, la prevención de incendios y desastres y otras funciones ajenas, hasta entonces, a su clase.

La Restauración Meiji fue su final: algunos formaron parte del nuevo gobierno e incluso uno ocupó el cargo de director del Banco Nacional. Se les obligó a devolver sus posesiones territoriales a cambio de pagarés del Estado y se les prohibió portar sus espadas.

En 1970 sus herederos ocupaban el 21% de los cargos directivos de Japón. Hoy forman parte de organizaciones políticas y financieras y han dejado atrás ese carácter mítico de héroes alejados de la vida mundana.

La guerra sucia de los samuráis

Los samuráis se regían por el honor, así que para las labores de espionaje o de guerra sucia debían recurrir a otros que hicieran por ellos ese trabajo. Los shinobi o ninjas, como fueron mundialmente conocidos– eran guerreros mercenarios encargados de realizar las labores secretas y los asesinatos.

Shinobi quiere decir literalmente “aquel que recopila información” y también “sigilo” y “viajero de incógnito”. Muchas veces eran mujeres, las kunoichi, que podían hacerse pasar por sirvientes para infiltrarse en fortalezas. Los shinobi eran expertos en infiltrarse, asesinar, robar documentos… los samuráis debían contar con ellos en sus estrategias para que realizaran las tareas que resultaban indignas para ellos, pero que podían pagar para que las realizaran otros.

A mediados del siglo XV surgieron organizaciones formadas por familias samuráis dedicadas a esas actividades en las provincias de Iga y Koga.

Los shinobi, a diferencia de los samuráis, nacían shinobi: el conocimiento se transmitía de padre a hijo, de maestro a discípulo, y, al ser familias samuráis, su formación era común y comenzaba desde la infancia: artes marciales, catana, arte, lanza, arco, pistola, arcabuz, montar a caballo y nadar, escritura, cartografía, supervivencia, conocimiento sobre explosivos y venenos, etc.

La misión del shinobi, en resumen, era entrar, actuar y salir, sembrar el caos. Entonces los samuráis podían lanzar el ataque definitivo y llevarse la gloria de la batalla.

Geishas, la fruta prohibida

Las geishas, que ejercen un oficio de más de 400 años, muchas veces son juzgadas bajo el enfoque distorsionado de una mirada occidental y superficial que no comprende la cultura ni la estética japonesas.

La sensualidad de las geishas –geiko, en el dialecto de Kioto–, educadas para exhibir una delicada y sugerente femineidad en la que cada detalle, movimiento, color o gesto tiene un significado, no debe llevar a confundir su labor de refinadas y solícitas acompañantes con el ejercicio de la prostitución.

Las geishas no son prostitutas, ni casi nunca lo han sido. Geisha significa artista –persona (sha) que domina un arte (gei)–, y en el pasado las geishas fueron sólo hombres. En la Antigüedad eran llamadas saburuko o “quienes sirven”.

La geisha es la encarnación de los placeres estéticos y su formación requiere un duro entrenamiento y años de estudio. Aunque su origen las enlaza con las antiguas cortesanas y prostitutas, desde el siglo XVIII su misión era la de cantar y bailar.

En el siglo XII ya había mujeres que actuaban para entretener a los samuráis. En el siglo XVII, cuando el sogún prohibió el kabuki femenino, que provocaba continuas reyertas entre los espectadores, decretando que fuera interpretado en exclusiva por hombres, estas mujeres se convirtieron en instructoras de música o danza en casas de nobles, o en prostitutas.

Los barrios del placer en los que trabajaban fueron denominados en 1661 por el escritor Ryoi Asai ukiyo (“el mundo flotante”), áreas donde se vivía, aunque sólo fuera por unos momentos, una vida hecha de ilusiones. Allí las cortesanas, sensuales, inteligentes y con talento, aprendían música y danza para atraer a los clientes.

Sensuales acompañantes y artistas

La primera mujer que se autodenominó geisha, Kikuya –una meretriz del barrio de Fukawaya, en Edo–, decidió dignificar su oficio valiéndose de su arte para el canto y la danza. Así, las geishas consiguieron ser más valoradas, e incluso deseadas, que sus predecesoras, las cortesanas.

En el siglo XIX el proceso era el siguiente: un hombre pasaba la noche en una casa de té, varias geishas llenaban su vaso y le entretenían conversando y con danzas y cantos. Entre sus funciones también estaba la de flirtear, pero si más tarde el cliente decidía ir a un burdel, la geisha se retiraba cuando la pareja entraba en el dormitorio.

La ocupación estadounidense de Japón tras la Segunda Guerra Mundial contribuyó a confundir el papel de la geisha: los soldados llamaban así a las prostitutas y ellas se hacían llamar así para ofrecer sus servicios.

A pesar de todo, una geisha podía tener amantes y contar también con la protección de un danna, el mecenas o amante oficial que costeaba su vestuario, así como los gastos de su aprendizaje. En la actualidad es prácticamente imposible encontrar un danna y la compañía de una geisha se solicita nada más para agasajar a clientes importantes o extranjeros.

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