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Hambre, la dura realidad en Estados Unidos, el país más rico del mundo

La pandemia de COVID-19 sorprendió a Aaron Crawford en un momento de crisis. Buscaba trabajo, su esposa debía ser operada y el virus se devoraba el sueldo de ella.

La pareja no tenía ahorros, había muchas cuentas que pagar y temía lo peor: ¿Y si no tienen para comer? Tenían dos hijos, de cinco y diez años, y las cajas de macarrones con queso no alcanzaban.

Crawford, un veterano de la Armada de 37 años, se sentía una persona con recursos, que podía valerse por sí misma. No le gustaba la idea de mendigar comida. “Me sentí un fracasado”, confesó. “Hay un estigma... Sientes que no puedes mantener a tu familia, que eres un flojo”.

El hambre es una dura realidad en el país más rico del mundo, incluso en épocas de prosperidad. Ahora, con la enorme pérdida de empleos y el cierre de negocios, millones de personas tienen el refrigerador vacío.

Feeding America, la organización que combate el hambre más grande del país, nunca distribuyó tanta comida ni tan rápido: entregó 4 mil 200 millones de platos de marzo a octubre. La organización dice que registró un aumento del 60 por ciento en la cantidad de personas que acuden a sus comedores durante la pandemia. Cuatro de cada diez lo hicieron por primera vez.

Un análisis de la Associated Press de información de 181 comedores populares de Feeding America reveló que la agrupación distribuyó casi un 57 por ciento más de comida en el tercer trimestre de este año comparado con el mismo periodo del 2019.

Quienes colaboran en esta causa dicen que nunca vieron nada parecido en Estados Unidos, ni siquiera en la feroz recesión del 2007/09.

En todo el país hay colas vehiculares de kilómetros en los centros donde se reparte comida gratis. La gente espera horas para recibir esa ayuda. En Nueva York y en otras ciudades grandes la gente hace cola parada por horas para recibir asistencia alimentaria.

Poco antes del día de Acción de Gracias, Norman Butler y su novia, Cheryl, llegaron a las tres de la mañana a un centro en un estadio deportivo de las afueras de Nueva Orleáns. Se encontraron con una procesión de madres con sus hijos, de ancianos y de gente como ellos, que se quedaron sin trabajo.

Antes de la pandemia Butler, de 53 años, trabajaba conduciendo limosinas y buses en un aeropuerto, como valet y como portero de un hotel. Desde marzo los trabajos escasean.

“Mucha gente se ha quedado en el aire”, dijo Butler. “Lo principal es volver a trabajar”.

La pandemia golpea con más fuerza a los sectores minoritarios, y los afroamericanos y los hispanos registran tasas desproporcionadamente altas de muertes, infecciones y desempleo.

El desempleo entre los hispanos trepó al 18.9 por ciento esta primavera y es el más alto de cualquier grupo racial o étnico, según estadísticas del Gobierno. Si bien bajó un poco, muchos siguen desamparados.

Más de uno de cada cinco hispanos y afroamericanos adultos con hijos dijo en julio que con frecuencia no tenían para comer, de acuerdo con un informe de septiembre encargado por el Food Research & Action Center. Eso es el doble de la tasa de blancos y asiáticos. También comprobó que las mujeres, los hogares con niños y las minorías en general corren más peligro de pasar hambre.

Abigail Leocadio, de 34 años y quien fue traída a Estados Unidos desde México por su familia cuando tenía siete años, trabaja como flebotomista en un laboratorio local. Su esposo, cocinero de restaurantes, estuvo sin trabajo por meses durante el brote.

El sueldo de Leocadio —apenas por encima del salario mínimo estatal, que es de 11 dólares la hora— no alcanzaba. Pagan 500 dólares al mes por el alquiler del tráiler de dos dormitorios donde viven y unos 450 dólares por electricidad e internet para que sus cuatro hijos, de 9 a 15 años, puedan estudiar a la distancia.

“Cuesta darles de comer a los cuatro chicos todos los días”, dijo Leocadio frente a su casa, tras recibir ayuda de la Sociedad de San Vicente de Paul en Phoenix, Arizona. La familia recibió dos cajas donadas que incluían latas de tomate, frijoles secos, arroz, cereal para el desayuno y algo que sus hijos adoran: galletitas Oreo.

La comida es la mitad de lo que la familia consume en cuatro semanas, pero les representa un ahorro de unos 250 dólares mensuales.

Si bien los comedores populares han resultado vitales durante la pandemia, no son la única forma de combatir el hambre. Por cada plato de un comedor popular, un programa del gobierno llamado Supplemental Nutrition Assistance Program, que ofrece cupones alimenticios, reparte nueve.

Activistas pidieron al Congreso que aumentase un 15 por ciento esos beneficios. Una medida parecida dio muy buenos resultados durante la última recesión. Un proyecto de ley aprobado en la Cámara baja contempla ese incremento, pero la iniciativa está estancada en el Congreso.

Aaron Crawford dice que los 550 dólares en cupones alimenticios que recibe la familia fueron importantísimos y la ayudaron a sobrellevar los problemas médicos que tienen. Tanto él como su esposa Sheyla tuvieron casos leves de COVID-19; ella se tuvo que someter a una histerectomía.

La familia cuenta asimismo con los Family Resource Centers and Food Shelf, parte de 360 Communities, una agrupación sin fines de lucro a 15 minutos de su departamento en Apple Valley, Minnesota.

Cuando necesitan, reciben mensualmente cajas con vegetales, productos lácteos, carne y otros productos básicos. Si se quedan cortos, pueden solicitar un nuevo envío que los ayuda a llegar a fin de mes.

Al principio a Crawford le daba vergüenza ir a pedir comida. Temía encontrarse con algún conocido. Ahora lo ve de otra manera.

“No me siento una persona mala o un esposo o padre terrible”, manifestó. “Por el contrario, estoy haciendo algo para que mi esposa e hijos tengan qué comer”.