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Patricia Almárcegui, lo que queda de la literatura de viajes

'Los mitos del viaje', su nuevo ensayo, busca un sentido para el género, ahora que cruzar el mundo es fácil: buscar lo íntimo en 'el otro'

Cuando uno, mirando sus estanterías, repara en los libros de viajes que todavía no ha podido leer, siente una nostalgia doble: por un lado, la pequeña ansiedad de las lecturas pendientes, y por otro, más difusa, la melancolía de los periplos ya imposibles. Y ahora que en nuestro tiempo lo de viajar es algo que apenas consiste en sentarse en un asiento y dejarse trasladar a cambio de más o menos dinero, leer testimonios de primera mano sobre las exploraciones por África o sobre las primeras navegaciones por mares desconocidos es algo más parecido a lo que uno entiende propiamente por «viaje» que hacerse de hecho un safari por Kenia o un crucero por los Mares del Sur (en donde lo principalmente curioso, lo digno de ser investigado, no serían los lugares sino los compañeros de viaje, no los paisajes sino las psicologías).

Hace mucho tiempo, en ese sentido, que es un poco ridículo presumir de haber viajado, por remotos que sean o exóticos que parezcan los lugares visitados. Y, viniendo a lo que nos importa, cualquier libro de viajes contemporáneo que, veladamente o no, contenga cualquier tipo de presunción personal ya tiene también un punto en su contra.

La escritora zaragozana Patricia Almarcegui es, en ese sentido, una viajera diferente. Ella, profesora de Literatura Comparada, sabe perfectamente que cualquier libro de hoy ha de contener y casi exhibir una subjetividad, que cualquier libro, aunque trate sobre las ballenas, ha de desplegar una mirada personal y singular, que cada cual ha de contar lo que sólo él o ella podía escribir («di lo que sólo tú puedes decir y no digas nada más», escribió Thoreau), pero que, como debería suceder también en la poesía, los autores han de cuidarse mucho de «molestar», han de impedir interponerse entre el lector o el texto... Han de revelarse, sí, pero no de modo vanidoso o narcisista, sino de modo generoso, inclusivo: el yo como palanca, no como obstáculo. Introducirse a uno mismo en su propio texto, pero sin hacer muecas, ni posturitas, con naturalidad real.

La autora misma, dice la solapa de sus libros, ha residido en Egipto, Yemen, Uzbekistan, Sri Lanka, Kirguistán, Japón, India e Irán, de modo que también salva aquel consejo que Danilo Ki dio a los jóvenes escritores: «Jamás escribas un libro sobre un lugar donde sólo hayas estado de paso»... Pero conviene aclarar desde ya mismo que Los mitos del viaje (Fórcola) el texto que hoy comentamos no es exactamente un libro de viajes, sino un libro sobre teoría del viaje, sobre viajología.

Almarcegui escribió en su Conocer Irán que «la literatura de viajes se caracteriza por la reescritura. El itinerario se prepara con los libros de otros viajeros», y en este ensayo dibuja un recorrido por el propio género, primero enfocado desde la teoría más o menos abstracta y fijándose después en viajes concretos, pero ya no los propios sino algunos otros no sólo ajenos sino muy antiguos, pero que dejaron ilustres testimonios. Y Almarcegui, como hizo en otros libros anteriores, demuestra de paso que siempre se puede encontrar a autoras importantes cuando se busca con verdadera buena voluntad (y sin bajar en absoluto el listón de la exigencia), pues hay que insistir en que muchos viajes fundacionales se hicieron, digamos, con calzado femenino.

Como casi todos los libros que nacen de la recopilación de textos anteriores más o menos dispersos, este volumen tiene algo de contrahecho, pero por otro lado está hábilmente cohesionado, y el título elegido es eficaz, tanto por atractivo como por revelador: si a los viajes tan reales que aquí se glosan les sobrevuela la palabra «mito» es porque la autora explica bien las enormes cautelas con las que hay que leer las crónicas, los diarios, las bitácoras y hasta los documentos de aquellos tiempos. Lo que se anhela encontrar condiciona obviamente lo que de hecho se encuentra, y el encuentro con el otro, tan comentado aquí, es una fenomenal ensalada de confusiones, malentendidos, cautelas mutuas y conflictos, sobre todo por culpa de las expectativas con las que se partió, o de los prejuicios, pues un prejuicio, como tan brillantemente ha explicado Juan Vicente Piqueras en uno de los recientes aforismos de Ascuas, es «estar seguro de algo que no se sabe». Demasiadas veces no permitimos que la realidad perceptible desmienta lo que nos convenía.

En mi opinión la sección donde se narran, con buenos detalles y citas oportunas, los viajes de Marco Polo, Ruy González de Clavijo o el estrafalario Alí Bey es más interesante, y desde luego más informativa y entretenida, que la primera, donde se levanta un ensayo de teoría general del viajar, muy estimulante, es decir discutible, y con implicaciones humanísticas generales, casi morales, formuladas con osadía y tino: «Los que estamos en el mundo debemos saber quiénes son los otros. Las culturas no se hablan entre sí, pero sí las personas».

A este libro, pues, también le importan más las personas que los espacios, y para entenderlas viajamos y leemos, las dos formas superiores que hay de crecer, aprender y conocerse.

El mundo. 

 

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